- Is. 52,7-10.
- Hbr.1,1-6.
- Jn.1,1-18.
Reflexión:
- A veces infravaloramos el poder que tienen las palabras, pero estas encierran una inmensa capacidad para transformar la realidad. Los seres humanos tenemos capacidad de narrar cuanto somos y vivimos. Cuando lo hacemos y nos presentamos ante los otros sin armaduras, podemos acoger una sanación que no encontramos en el silencio que nos lleva al aislamiento, por más que a veces lo hayamos considerado un refugio seguro.
- Aunque Dios se defina por su capacidad para comunicarse, lo hace de modo muy diverso a nosotros. Las palabras humanas son armas de doble filo, pues, si bien esconden un inmenso potencial para recrear y salvar a quienes se dirigen, también pueden herir y maltratar. En cambio, el decirse divino carece de esta ambigüedad, pues siempre es en nuestro beneficio. Según el primer relato del Génesis, Él crea la realidad hablando. Su decir es generador de existencia y su Palabra sostiene cada criatura. La vida brota de la boca del Señor y todo cuanto es creado nos habla de Él. En esta capacidad salvífica que encierra siempre la Palabra de Dios convergen las lecturas de hoy.
- Dios está empeñado en entrar en relación con la humanidad y hacerle llegar palabras de consuelo. Esta es la buena noticia que trae el mensajero de Isaías y que es capaz de estremecer la tierra y alegrar a los montes, porque los confines de la tierra vislumbran la salvación que se nos regala en este decirse divino. Como nos recuerda hoy la carta a los hebreos, a lo largo de la historia Él se nos ha dicho a Sí mismo de muchos y diversos modos, hasta hacerlo de forma definitiva en Jesucristo. Su persona, sus palabras y sus gestos se convierten en el más elocuente lenguaje divino.
- El evangelista tiene muy clara esta intuición. Habla del Hijo como Palabra que, estando junto al Padre desde el principio de todo, se hace carne y se empeña en plantar su tienda en medio de la historia. Hoy celebramos este decirse “del todo” de Dios, que llega al extremo de asumir la humanidad como el mejor cauce para expresarse y caminar a nuestro lado. Ante la Palabra Encarnada, podemos también tomar el pulso de nuestra forma de expresarnos y dejar que Él nos cuestione para ver si nuestras palabras son alentadoras y vivificantes, como las divinas, o si, más bien, comunicamos desaliento a nuestro alrededor o herimos con nuestra lengua. Contemplando a este Niño, que aún no sabe hablar, podremos escuchar su invitación a salir de todo silencio insano, a decirnos ante Él con verdad y acoger en nuestra vida ese grito gozoso del profeta: “¡ya reina tu Dios!”.